Estiras las tardes amarillas y te empeñas en sujetar las hojas que ya desean desprenderse de una vez y desvestir al
árbol, agotadas de tanto estío; mustias, ocres,descoloridas.
Quieren volar y llenar de alfombras coloridas y crujientes los bosques, los parques y las calles de mi pueblo. Intentas detener los vientos del norte y los del nordeste; empujas a los del sur aún cálidos y preñados de recuerdos de mar y texturas de arena. Te aferras a las pieles todavía doradas, y como yo, buscas mil disculpas para no dar paso a la siguiente etapa, a la sensatez, a la madurez . Pero inexorablemente deberás rendirte y dejar paso a lo que el calendario impone, a la noche de difuntos, al samain, a los crisantemos, a las mañanas blancas y escarchadas, a la mutación necesaria para que la vida siga; para que el cielo se llene de alas nuevas y los cables de la luz sean las líneas de un pentagrama, en que cada pájaro posado en ellos parezca la nota musical que compone la melodía de valses y polkas que llegan de las tierras del norte.
Bailan tranquilos, armoniosos, presagiandote, querido otoño, para contemplarte y vivirte, porque tu no eres una estación; eres un estado de ánimo, un sentimiento contagioso para quien sabe con que ojos descubrirte, para quien no se conforma con verte a través de una ventana y se funde contigo sintiéndote bajo los pies y sobre la cabeza.
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