domingo, 8 de enero de 2017

ALMANAQUES Y CALENDARIOS





Uno de los rituales cada primero de enero era cambiar el almanaque, que a diferencia del calendario aportaba mucha más información de interés para las gentes del campo; fases lunares, santoral, refranes, citas célebres... Ocupaba un lugar importante en  una  las paredes de la cocina y solía tener una imagen religiosa.
 Debía tener espacio suficiente para anotar en que menguante se producía la siembra de los ajos, la fecha prevista del parto de alguno de los animales, los dias de mercado, las misas y los aniversarios.
Era junto al viejo reloj despertador rojo al que había que dar cuerda cada noche, la única medida del tiempo.
El almanaque era la brújula que marcaba las historia de la aldea y el instrumento que planificaba las vidas de sus habitantes y que los hacia tener consciencia de que todo tenía un orden establecido en su pequeño universo. Las hojas nunca se arrancaban, se doblaban hacia arriba para no perder detalle de lo que había ocurrido durante el año.
Todos los días de año nuevo,  me  entregaban el viejo, para que en el reverso de cada mes escribiese los recuerdos del mismo. Después se guardaban en el cajón de la cómoda de la sala en riguroso orden cronológico y  yo me imaginaba que aquel cajón era el ataúd donde se enterraban los años viejos.


El mundo de mi   infancia dormía acurrucado  en aquel cajón con tirador de bronce, entre las hojas amarillas de los viejos almanaques cuando la vida se media en lunas, en estrellas, en brotes de semillas; las estaciones olían a tierra húmeda o a hierba recién segada y las marcaba el vuelo sincronizado de los pájaros en una u otra dirección ; el frío dependia del grosor del hielo de los charcos y el calor, del tiempo que tardaba en derretirse un polo de fresa